EUNSA
Dewey se nos muestra aquí como un auténtico filósofo que evoluciona en busca de la verdad, y que trata de superar los dualismos propios de su época –dualismos que tan poco se corresponden con nuestra experiencia real. La teoría deweyana de la educación –como bien se señala– no puede considerarse independientemente del resto de su pensamiento filosófico. Dewey pasa de posturas evolucionistas e idealistas a otras más pragmatistas. Sin embargo, en contraposición a lo que muchas veces se sostiene no hay en el pragmatismo original una tendencia individualista. Aunque muchas veces se equipara pragmático a útil, o se une el pragmatismo a una concepción instrumentalista del conocimiento, esta corriente filosófica, originada por
Charles S. Peirce como un método lógico, supone más bien una manera de comprender al ser humano en relación con sus acciones, con aquello a lo que puede dar lugar, esto es, con lo que puede crecer y con lo que puede crear. El pragmatismo tiene que ver con aprender de la experiencia, transformándola en algo razonable que nos haga crecer. Para ello se requiere tanto imaginación y creatividad como la capacidad de razonar de manera efectiva y de utilizar una metodología adecuada. Dewey desarrolla en el ámbito social y educativo lo que en Peirce solo estaba implícito, esto es, hace explícitas las posibilidades que hay en el pragmatismo como teoría de aprendizaje.
La idea de educación de Dewey como algo más que una mera transmisión de conocimientos es central en este trabajo. La educación ha de ser, todavía hoy, menos racionalista. Lo que debería contar no es tanto el memorizar para los exámenes sino el desarrollo de nuevos hábitos, que son los que hacen posible la continuidad y la asimilación de experiencias que nos hagan mejores personas a todos los niveles. Dewey, como nos muestra bien Irarrázabal, aspira a un correcto equilibrio entre la necesidad de que haya contenidos y de que estos se transmitan de una forma más libre, más respetuosa y responsable.
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