La concordancia entre ciencia y fe en san Juan Pablo II

El 18 de mayo de 2020 se cumple un siglo del nacimiento de san Juan Pablo II.  En su pensamiento encontramos numerosas referencias a las ciencias modernas. 
Desde el principio de su magisterio defendió una y otra vez que entre fe y ciencia no puede haber contradicción. Como prueba de ello, ofrecemos parte de uno de sus primeros discursos a la comunidad científica, precisamente a los miembros de la Sociedad Europea de Física el 30 de marzo de 1979.

(...) No tengo intención de profundizar hoy, sino sólo de exponer algunas observaciones sobre el problema siempre nuevo y actual de la posición recíproca del saber científico y la fe. Sois en primer lugar investigadores; debo decir que es una palabra que aprecio muy en especial, ¡investigadores! Es conveniente señalar esta característica de vuestra actividad e impulsar la justa libertad de vuestra investigación dentro de su objeto y método propios, según "la autonomía legítima de la cultura humana y, especialmente, la de las ciencias" recordada por el Concilio Vaticano II (Gaudium et spes, 59). Debo decir que a este párrafo de la Gaudium et spes le concedo gran importancia. La ciencia es buena en sí misma pues consiste en el conocimiento del mundo que es bueno, creado y contemplado por el Creador con satisfacción, como afirma el libro del Génesis: "Y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho" (Gén 1, 51). Soy muy aficionado al primer capítulo del Génesis. Ciertamente el pecado original no alteró totalmente esta bondad primera. El conocimiento humano del mundo es un modo de participar en la ciencia del Creador. Constituye, por tanto, un primer grado de semejanza del hombre con Dios, un acto de respeto hacia El, puesto que todo lo que descubrimos rinde homenaje a la verdad primera. 
El sabio descubre las energías desconocidas del universo y las pone al servicio del hombre. Por medio del trabajo debe hacer crecer a un tiempo al hombre y a la naturaleza. Debe humanizar más al hombre, a la vez que respeta y perfecciona la naturaleza. El universo tiene armonía en todas sus partes y todo desequilibrio ecológico entraña perjuicio para el hombre. Por tanto, el sabio no tratará a la naturaleza como a esclava, sino que, inspirándose acaso en el cántico de las criaturas de San Francisco de Asís, la considerará más bien hermana llamada a colaborar con él para abrir caminos nuevos al progreso de la humanidad. 
Sin embargo, no se puede recorrer este camino sin la ayuda de la técnica y la tecnología, que dan eficacia a la investigación científica. Permitidme que aluda a mi reciente Encíclica Redemptor hominis donde he recordado la necesidad de la regla moral y de la ética que permitan al hombre aprovecharse de las aplicaciones prácticas de la investigación científica, y en la que he hablado de la fundamental cuestión de la inquietud profunda del hombre contemporáneo. «Este progreso cuyo autor y fautor es el hombre, ¿hace "más humana" en todos sus aspectos la vida del hombre sobre la tierra?». ¿La hace más "digna del hombre"? (cf. 15)
No hay lugar a duda de que bajo muchos aspectos el progreso técnico nacido de los descubrimientos científicos, ayuda al hombre a resolver problemas tan graves como el de la alimentación, la energía, la lucha contra ciertas enfermedades más extendidas que nunca en los países del Tercer Mundo. Están también los grandes proyectos europeos de que se ha ocupado vuestro Seminario internacional y que no pueden realizarse sin la investigación científica y técnica. Pero también es verdad que hoy el hombre es víctima de un gran miedo, como si se sintiera amenazado por lo que él fabrica, por los frutos de su trabajo y por el uso que haga de éstos. Para evitar que la ciencia y la técnica estén a merced de la voluntad de poder de potencias tiránicas, tanto políticas como económicas, y para dar signo positivo a la ciencia y a la técnica en beneficio del hombre, se necesita un suplemento de alma, como se viene diciendo, un soplo nuevo de espíritu, una fidelidad a las normas morales que regulan la vida del hombre
A los hombres del ciencia de las distintas disciplinas y, en particular, a vosotros, físicos, que habéis descubierto energías de potencial inmenso, corresponde aplicar todo vuestro prestigio para conseguir que las implicaciones científicas se sometan a las normas morales con vistas a la protección y desarrollo de la vida humana
Una comunidad científica como la vuestra que abarca sabios de todos los países de Europa y de toda convicción religiosa, puede cooperar de modo eminente a la causa de la paz; en efecto, la ciencia supera las barreras políticas, como acabáis de afirmar ahora, y exige colaboración a nivel mundial, sobre todo hoy. Ofrece a los especialistas una plataforma ideal de encuentros e intercambios amistosos que contribuyen al servicio de la paz
En una concepción cada vez más elevada de la ciencia donde los conocimientos se ponen al servicio de la humanidad en perspectiva ética, me permitiréis que proponga a vuestra consideración un nuevo grado de ascesis espiritual. 
Hay un nexo entre fe y ciencia, como también habéis afirmado ahora. El Magisterio de la Iglesia lo ha proclamado siempre; y uno de los fundadores de la ciencia moderna, Galileo, escribía que «la Escritura Santa y la naturaleza proceden una y otra del Verbo Divino; la primera, en cuanto dictada por el Espíritu Santo, el Santo Espíritu, y la otra, en cuanto ejecutora fidelísima de las órdenes de Dios»; así escribía a R. Castelli el año 1615 (Edizione Nazionale dclle Opere di Galileo, vol. V, pág. 282). 
Si la investigación científica se lleva a cabo siguiendo métodos de rigor absoluto y se mantiene fiel a su propio objetivo, y si la Escritura se lee ajustándose a las sabias directrices de la Iglesia señaladas en la Constitución conciliar Dei Verbum, que son las directrices últimas, por así decir —había antes otras semejantes—, no puede haber oposición entre fe y ciencia. En los casos en que la historia señala oposición entre ambas, ello deriva de posturas erróneas que el Concilio ha rechazado abiertamente deplorando «ciertas actitudes que, por no comprender bien el sentido de la autonomía legitima de la ciencia, se han dado algunas veces entre los propios cristianos; actitudes que seguidas de agrias polémicas, indujeron a muchos a establecer oposición entre la ciencia y la fe» (Gaudium et spes, 36, 2). 
Cuando los científicos avanzan con humildad en la investigación de los secretos de la naturaleza, la mano de Dios les guía hacia las cumbres del espíritu, como lo hacía notar mi predecesor el Papa Pío XI en el Motu proprio con el que instituyó la Academia Pontificia de las Ciencias; y los científicos llamados a formarla "no vacilaron en declarar, y con razón, que la ciencia, sea la quo fuere, abre y consolida el camino que conduce a la fe cristiana"
La fe no ofrece fuentes a la investigación científica como tal, pero anima al científico a continuar la investigación sabiendo que encuentra en la naturaleza la presencia del Creador. Algunos de vosotros caminan por esta vía. Todos concentráis las fuerzas intelectuales en vuestra especialidad, descubriendo cada día junto con el gozo de conocer, las posibilidades ilimitadas que abre al hombre la investigación fundamental y los interrogantes terribles que le plantea al mismo tiempo incluso acerca de su porvenir.

Publicar un comentario

0 Comentarios